NADÍN OSPINA
En los círculos artísticos e intelectuales de la Colombia de los años 80 la propuesta cayó como un baldado de agua fría: esculturas claramente alegóricas de figuras sagradas de las culturas precolombinas mezcladas con personajes de la cultura popular como Bart Simpson o Mickey Mouse.
Sonaba a herejía. Nadín Ospina lo supo. Y lo enfrentó. Total, su trabajo, irónico, agudo, mordaz, solo pretendía mostrarnos lo que ya de sobra sabíamos: que el arte de nuestros indígenas, eso sobre lo que aparentemente está construida nuestra identidad como latinoamericanos, estaba --está-- manoseado por un feroz capitalismo que lo redujo a fetiche.
El crítico de arte Miguel González también se acuerda de esos años. Nadín, explica, se plegó a una tendencia que tomaba fuerza en el arte de ese entonces, la apropiación, de una manera efectiva: creando un conflicto entre eso que aparentemente resulta tan sagrado como el arte prehispánico y símbolos del entretenimiento salidos del mundo de Disney. Posiblemente no se entendió como lo que realmente era: una exploración hacia nuevos lenguajes del arte que permitan una reflexión social, cultural y hasta política.
Desde entonces no han dejado de llegar noticias sobre la obra de Nadín Ospina. Obra que actualmente, a través de una exposición retrospectiva, es posible apreciar en la galería El Museo de Bogotá: La suerte del color.