AA.VV
El hombre y el hierro se conocieron un buen día hace 5.000 años, alli por África del norte. Es pues comprensible que, luego de todo este tiempo, se hayan convertido en tan buenos amigos.
El hombre, le enseño lo bueno y, como era de esperar, también lo malo. Lo aleccionó a ser útil, fuerte, hermoso, resistente, noble y otras muchas probidades, pero también lo adiestró a matar, a descomponerse, a mentir, a ser moneda.
Los artistas tardaron relativamente bastante tiempo en aceptarlo como intérprete y embajador de sus pasiones; antiguamente el pobre metal estuvo más vinculado a las artes de la guerra que a las bellas artes y fue así como su hermosura estuvo confinada usualmente a las armas, a los clavos, las herraduras o a las humildes cucarachas y escasos tenedores. Su rubicundo y arrogante rival el bronce se las llevaba todas. Es cierto que en ese entonces también algunos pocos artistas recurrieron al hierro, pero jamás le rendieron los honores que con el tiempo mereció.
Los arqwuitectos -más perspicaces ellos - a finales del S.XIX lo transforman en bellísimas columnas, arcos calados, célebres torres, navíos y hasta veloces vehículos; pero me ocntaron que fue el español Julio González quien lo rescata de las forjas y lo eleva a los estudios de artistas, a las aulas y a los salones de coleccionistas modernos. Ello increíblemente sucedío recién en el siglo pasado.
Los escultores que trabajan en él conocen y experimentan la fascinante sensación del uchar con un elemento que se resiste, que lucha tenazmente contra quien la quiere dominar, pero que finalmente luego de golpes, cortes y fuego se somete y participa como aliado en la creación de una obra.